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Los Calaus

Un par de niños sin juguetes. Ésos éramos mi hermano y yo. Sin vecinos. Sin barrio. Sin tiendita de la esquina. Un par de niños en una casa amorfa, a medio construir entre árboles y maleza. Sin acabados y sin pintar, sin puertas ni cera sobre los pisos.
Rodeados por una arquitectura moderna aún en stencil con aires de algún escenario de Star Wars jugábamos a los exploradores, los astronautas, los navegantes. Inventamos un país habitado por extrañas criaturas redondas y blancas, Los Calaus. ¿De dónde sacamos ese nombre? es un misterio... pero mi papá dice que es en catalán. Los Calaus tenían guerras, manifestaciones y problemas políticos en algún hemisferio perdido de una Cataluña surreal. Los aquejaban siempre asuntos masivos y cruciales de lucha constante y heróica. El Fuerte Imperial de Los Calaus era una estructura construida en la sala, con sillones apilados a manera de fortaleza militar y un palo de escoba en la cúspide, donde amarrada, la flamante bandera de Los Calaus, esperaba a que un aire colado la hiciera ondear por un momento.

Ocho de la mañana en domingo. Tumbada sobre el sillón rojo que ahora me sirve de cama, miro aburrida el techo de mi casa. Quizás esperando que algo suceda... algo que me arranque del mundo de adultos en el que sin querer me fui metiendo. Que suene el teléfono y que sea Mamá Gansa. Que toquen a la puerta y aparezca el príncipe Felipe, con todo y el caballo, y las zanahorias. Sentir guisantes en mi piel o monedas bajo mi almohada. O subir ferozmente una montaña de cojines y sábanas, con movimientos de gato y un camisón de flores. Llegar a la cima y ondear con la más grande emoción de seis años de mundo la gloriosa bandera de Los Calaus.