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Hay veces en la vida en que uno hace cosas irracionales con un total conocimiento de la irracionalidad de las cosas, y aún así las hace uno... en la vida... a veces.
Rara vez hay justificación que legitimice ese tipo de acciones, generalmente estupideces, pero a quién le importa justificar todo, quién dijo que tenía que tener una razón lógica... y si la razón es sólo unas incontenibles ganas de ver qué pasa, de sentirse un científico manipulando el hábitat de un ratón sólo para ver cómo reacciona?... escenario hipotético: te toca llevar el pavo navideño desde el horno a la mesa. Entras al comedor, todos elegantemente vestidos te miran expectantes en un ambiente adornado con esferas, luces, nochebuenas, duces y copas. Todo es hermoso, equilibrado, preciosista como en las películas de Zeffirelli. Entonces tú dejas caer el pavo sólo para atesorar una fotografía mental, el invaluable momento en el que todo mundo hace una cara diferente, única, una cara que no había hecho nunca antes; la cara que se hace cuando se ve caer el pavo navideño ante las narices frías de toda la familia. Sabes que serás el odiado y burlado hasta la próxima navidad, incluso te haces daño a ti mismo pues no comerás pavo y seguramente te tocará limpiar y servir cereal en nochebuena... aún dudas en regalarte ese momento. Pero tu parte racional, tan educada, sale a flote para salvar la situación (y tu reputación) y tu parte aventurera, sedienta de pimienta a penas logra arrancarte un: "imagínate que se me hubiera caído el pavo"mientras el yo razonable la calla con una risita cínica.
Sin embargo hay veces, sí hay veces en que no te importa hacer el estúpido... el estupidito, con tal de reír por dentro. Presa de uno de estos momentos idiotas pero brillantes, confieso que hace un par de años aposté cuál sería el final del Señor de los Anillos, que estaba a punto de terminar de leer. Lo aposté, sí, contra mi hermano y mi primo que ya habían leído el libro... es sólo que me parecía grotesco que de una mordida le arrancaran el dedo a Frodo, no pensaba que fuera posible, Tolkien no me podía fallar de ese modo. Y aposté... así, estúpidamente, sin pensarlo... aposté un día de esclavitud. Obviamente, el fantasma de Tolkien no quiso hacerme ningún favor y perdí la apuesta, con mi hermano, mi primo y el fantasma riéndose a mis espaldas y frentes... pero no sabían que yo dentro reía más, de su reacción, de su expresión de triunfo por más surreal que éste fuera, un triunfo al fin para ellos y para mí.
Imagen de purplenothing, en deviantart.